Caminando entre vestigios, últimos testigos, vidrios agrietados y una que otra pañoleta que se perdió en la batalla de ese día. No quiero hollar ningún pedazo, quiero seguir como un fantasma silencioso, sin molestar, pero a veces sacando un susto; no porque quiera, sino porque soy el miedo con piernas – el hombre – y, aún sin la intención de profanar, termino haciéndolo. Que me perdone quien me dejó aquí vagando entre las jacarandas.
Aunque no soy yo el muerto, es natural que siembre terror con mi llegar. Parece que cada paso que doy suelta un grito de horror, parece que la única forma de no hacer daño, es no moverme en absoluto. Las pintas que permanecen en los edificios se han vuelto nuestro único color dentro de una ciudad gris, hollinada, concreto indisoluble. En un teléfono público, puedo leer pintado: “Despídete bien.” Marco los números y la línea suena tres veces; me contesta casi somnoliento, como si sostuviera un constante malestar.
Presiento que la conversación será corta, hoy no hay mucho que decir; siento su respiración del otro lado de la bocina. «¿Sigues sin encontrar a ninguna?», me pregunta con voz ronca; niego con la cabeza pero luego asimilo que él no puede verme, sin embargo entiendo mi silencio como una clara respuesta. «¿Dónde estás?», me interroga. Con la mano sobre la cabina del teléfono, miro con discreción – casi irguiéndome pero sin dejar de parecer despreocupado – alrededor de la avenida, un nuevo mundo; transito por esta calle todos los días, pero hoy no la reconozco, no tengo idea donde estoy parado. «Por ahí, perdido», le murmullo.
Me cuestiona a dónde voy a ir y antes de que pueda contestar, la línea se desconecta; se terminó el tiempo. Saco las monedas del bolsillo de mis pantalones, pero ya no quiero hablar. Bajando la tarde, un hombre indigente recoge sus cosas que reposan en la esquina de un edificio alto, con muros gruesos y ventanas anchas. Las letras de color bronce en la puerta dicen “Secretaría de Bienestar”, pienso un momento en la ironía de ello, hasta que uno de los periódicos, que el hombre guardaba, aterriza en mis pies. A un hombre lo habían apuñalado cinco veces en el abdomen, tenía el cabello largo y rizado hasta los hombros; lo habían confundido con una mujer, entonces lo mataron. La portada tiene la fecha de hace unas semanas. El papel del periódico se mueve con el viento y hace un ruido estrepitoso, escucho el silencio sepulcral en el que se sumerge la ciudad.
De camino a casa, me detengo en una cafetería; decido malgastar mi cambio en una taza de tereré. Una de las vitrinas exteriores – en las que se exhibía el pan – está rota y el cristal descansa en el piso, parece obra de una pedrada que lanzaron en las protestas de hace unos días; al parecer nadie iba limpiar, ningún hombre tenía la valentía de empuñar una escoba. Momentos antes de sentarme, me encamino hacia el baño.
El de hombres está abotagado, por lo que paso al de mujeres; nadie me molestará allí dentro. Tomo asiento en uno de los cubículos de los escusados y saco de mi cartera una pequeña foto cuadrada – tamaño infantil – de su rostro, captando los hombros también, deslavado y borroso por el roce con la piel de mi billetera. Entonces la puerta del baño se abre cuidadosamente, las bisagras rechinan pues ya nadie usa esa puerta; aplasto la foto en mi puño, no quiero perderla, es lo único que me queda. Me asomo por debajo de la puerta y, sutilmente, observo a un hombre delgado, joven, rapado hasta el coco. Es muy lampiño y la nariz es recta, fina; se mira en el espejo por un rato, examina su rostro. Levanta la mandíbula y baja un poco su cuello de tortuga para destapar su cuello; recorre su mano por la yugular, con la mirada fija en sus ojos.
Se despoja de la ancha chamarra que lo cubre, parece pesada. Con delicadeza, comienza a levantar su suéter y descubre sus pechos, tapados por una venda blanca; se queja e intenta aflojarlas. Perplejo, con los labios temblándome, abro la puerta sin cuidado. El antes hombre, pega un brinco del susto, como si estuviera frente a un fantasma. Ella llora, yo también siento las lágrimas que caen libremente por mis mejillas; no había soltado una en meses. Se lleva el dedo índice a los labios, pidiéndome silencio. Asiento con la cabeza una sola vez, pactamos una promesa sin palabras. Caminando de espaldas, sale del baño y no deja rastro. Nadie me creerá, no tengo pruebas de que existen todavía. «Es mejor así», pienso, de pie en ese frío sanitario. Liviano, me acerco al lavamanos; siento como si el sol me pegará directamente, pero no hay ventanas. Descanso mi muñeca y abro la palma, la fotografía está casi rota. Antes de salir del baño, abandono el papel arrugado en la cerámica blanca; ahora tengo una esperanza nueva.