«La gente se sigue muriendo y se sigue muriendo», pienso mientras compro provisiones para no morirme: jabón, jabón y jabón, quizás una cerveza por si se me acaba el jabón, capaz que me muero; yo no me voy a morir con mis cinco sentidos. Entonces dejo una de las barras y tomo otra botella, las probabilidades no están de mi lado. Esta vez debo comprar de las baratas, pero al final sale más caro porque tardan más en hacer efecto. Dicen que en Nueva York está todo vacío, que los gringos tuvieron que meterse a sus madrigueras porque no les alcanzó el cambio; siempre han sido bien marras. Así se leen las noticias: muertos en Italia, muertos en España, muertos en China, ¿y los gringos? Muertos también, esa sí es sorpresa, normalmente son ellos los que andan matando. Es curioso, acá los paisanos seguimos bien, aguantándola; llevamos años lamiendo el piso, quizás por eso los bichos ya no nos hacen daño. Aunque dicen por ahí que ya pronto se nos caen las láminas encima, por eso hay que estar preparados: debemos comprar mucho papel de baño, pa’ que aguante.
En la caja, el viejo de enfrente está como a un metro de distancia; carga un litro de coca y unos sándwiches, de esos preparados que están en los refrigeradores. Le pregunto si no se va a comprar jabón, con eso de la contingencia. Me dice que no, que esas son puras supersticiones; bajita la mano, lo veo tocando tres veces el estante de madera a su lado. «Bien hipócrita el viejo», pienso mientras sostengo mis provisiones con miedo a que me las arrebaten. Me contesta que a todos la vida nos termina desvistiendo. «Pero nada más para cogernos», pienso y le esbozo una sonrisa levantando mis hombros. Mientras los bajo, lentamente, me duele la espalda. Llevo diez horas sentado en la computadora, en un trabajo que no más no da. Los ojos me arden, pero no me los puedo tocar por eso del virus. Me desespero porque la cara comienza a picarme, psicológicamente claro, porque antes de pensar en mis ojos no tenía problema alguno; las ganas de rascarme me inundan, pero no quiero que la señora que está en la fila contigua – la que viste una mascarilla, lentes de sol y guantes de látex, la que seguramente tiene en su bolsa, costosa, un pequeño spray con alcohol para desinfectar todo a su paso – me mire como ahora lo está haciendo. «¿Qué carajos me ve? Nada más soy pobre señora, por eso parezco enfermo», pienso y cierro mi puño, la picazón en mis pómulos aumenta.
Libre, salgo del supermercado. Me aseguro que nadie me esté viendo, en especial los ricos, esos tienen rebuen ojo para nosotros, los “enfermos”. Entonces, sólo una vez más, me rascó los ojos y exhalo con placer. Cuando los abro de vuelta, el sol se está metiendo. Los colores son bonitos, pero no siento nada; el día se acaba y yo, indiferente, no entiendo algo tan básico como una estrella gigantesca quemándose a millones de kilómetros, escondiéndose porque el planeta gira a más de mil kilómetros por hora sobre su propio eje. Me lleno de miedo, el terror de la realidad me baña y quiero regresar corriendo al mercado, donde no me cuestionó más que una pregunta: ¿jabón o cerveza? Aquí afuera, por otro lado, debo enfrentarme a mi persona y el concepto de los días pasándome. El fenómeno, frente a mis ojos que adolecen, es indescriptible, entonces llego a la terrible conclusión de que, tal vez, ya no entiendo las cosas a menos que provengan de una pantalla. Por un momento mis ojos descansan y la luz se esfuma; mañana sería otro día para lamer el piso, para sobrevivir.