Por Fernanda Valdés
#QuédateEnCasa se ha convertido en el estandarte de la lucha contra el Covid 19, no solamente en México, sino a nivel mundial. Y así, quizás de manera involuntaria, hemos cambiado el espacio público por el privado, emprendiendo la vuelta al entorno conocido y en algunos sentidos también inexplorado. Pero… ¿la casa en la que hay que quedarse, significará siempre el hogar? ¿Cuántos espacios individuales habitamos mientras habitamos la casa?
Vayamos un poco al contexto…
Estos días me he encontrado con textos muy valiosos que van sobre la idea que tradicionalmente tenemos del hogar como un sitio de refugio. En especial llamó mi atención una entrevista realizada a Judith Butler, una de las autoras más prolíficas en materia de los estudios de género, quien hablaba que el hogar no siempre significa el refugio. En su interlocución planteaba algunos aspectos de suma relevancia en torno a la violencia que se ejerce contra las mujeres al interior de los hogares, violencia que no solamente se manifiesta en golpes, sino también en la imposición de tareas y la construcción de expectativas en torno al que -debiera- ser el rol de las mujeres cuando están en el hogar.
En los noticieros se habla que las llamadas de denuncia por violencia intrafamiliar en México se han incrementado en un 100%. En los perfiles de redes sociales de dependencias y funcionarios de gobierno ha surgido un discurso común: se hace un llamado a la “contingencia sin violencia”. En contraparte, las cuentas de organizaciones civiles hablan del acompañamiento, de continuar la lucha feminista desde casa, del valor de la denuncia y la visibilización de la violencia ejercida al interior del “hogar”. Léase la casa en la que insistentemente nos piden que nos quedemos.
Quedarse en casa, cuestión de vida o muerte
Puede que, en el mejor de los casos, seamos las dueñas de las casas que habitamos y que además seamos felices en éstas. Pero puede también que para muchas y muchos, el refugio estuviera justo fuera de ella, que los lugares de trabajo fueran espacios de socialización y ejercicio de la libertad. También, el medio de subsistencia.
Puede que en la casa, el tan idealizado calor de hogar, sea más bien fuego de infierno.
Hacer del cuerpo, territorio
“Curso de fotografía intimista”, “Si vas a mandar nudes, házlo como pro” recitan dos de los múltiples anuncios que circulan en las historias de Instagram y los muros en Facebook, ofreciendo un producto que, al igual que las rutinas de ejercicio y otros rituales para el cuidado del cuerpo, parecen estar teniendo buena aceptación en la nueva configuración del mercado digital, derivada del confinamiento por Coronavirus.
Y me permito, sin estrictos controles metodológicos ni cifras específicas, como simple habitante del espacio digital que gusta de la observación cualitativa, plantear como hipótesis el hecho que durante las últimas semanas ha habido un notable incremento en la producción y puesta en común de imágenes en las que el cuerpo ha tomado un -aún más especial- protagonismo, sobretodo, cuando se trata del cuerpo desnudo, un territorio disputado históricamente por distintos motivos.
¿Será que estar dentro ha significado también ir adentro? ¿Estamos observándonos o mostrándonos más y a qué majestades sirven una y otra decisión?
Disponer de nuestro cuerpo ha sido también el acceso diversificado y estratificado a ciertas libertades. Para algunas y algunos, su cuerpo es el campo de batalla y los enemigos van desde los complejos y el autorrechazo -aparentemente poco peligrosos- hasta la disposición de éste por agresores que lo violentan físicamente, haciendo del espacio privado, no un refugio, sino lo contrario, la oportunidad perfecta para el ejercicio de la violencia. Lo anterior, asociado a los múltiples aspectos que influyen en la configuración de los hogares y la forma de habitarlos.
¿Qué retratamos cuando nos autorretratamos?
Escribo este texto el 15 de abril, día en el que se conmemora el Día Mundial Del Arte, y que me ha servido como pretexto para regresar a las que considero mis obras favoritas en este campo, que son, en su mayoría, autorretratos femeninos, un tema que desde hace un buen rato me apasiona por todas las implicaciones que tiene.
Cuando se dispone del cuerpo como un espacio para la expresión de la individualidad, el gozo y el personalísimo acercamiento a nuestra definición de belleza, o bien, como un espacio para la ruptura de estereotipos y la denuncia, el cuerpo se convierte en territorio conquistado.
Pienso en este sentido en las obras autorrepresentativas de artistas como Joana Vasconcelos, quien invadió el Palacio de Versalles con una zapatilla hecha con cientos de ollas de acero inoxidable; en la entrañable obra de la fotógrafa Ana Casas Broda quien convirtió la exploración de su cuerpo (a dieta, erotizada, embarazada, lactando, como hija y como nieta) en una suerte de manifiesto; de la legendaria Artemisia Gentileschi, quien colocara al autorretrato femenino en el mapa renacentista y salta la idea de una de las muchas cosas que tienen en común, a pesar de las muchas otras que las distinguen: su relación con la cotidianidad y de todo aquello que sucede dentro de casa, espacio, que para las autoras, lejos de significar un lugar de confinamiento, se convirtió en espacio de exploración.
Las imágenes autorrepresentativas, independientemente de las plataformas en las que se generen y compartan, han sido, y seguirán siendo, documentos legibles a través de los cuáles se manifiesta quiénes y cómo queremos ser observados, interpretados, incluso consumidos por la mirada “del otro”.
Territorios que a veces habitamos gozosos, de los que otras, buscamos emprender el cisma; espacios que lo mismo nos contienen que nos liberan e ineludiblemente, terrenos de tránsito entre el deseo y el despojo.
Ahora bien, habitamos nuestra casa, pero ¿quién habita nuestros cuerpos? ¿será que entre más disponemos de ellos en selfies y nudes, más nos volvemos sus dueños?
No propongo respuesta alguna a esa interrogante.
Insisto, sí, en la urgencia que el contexto actual plantea en torno a ser más reflexivos en la forma en la que nos aproximamos al entorno digital, cuya barrera con el tangible, se diluye cada vez más.