Imagina que estás encerrado. Espera, no lo imagines, lo estás. Ya no sabes si es aburrimiento o hambre, pero de todos modos vas a la cocina y abres el refri, que está atosigado de comida que compraste bajo el argumento de “provisiones de emergencia”, para enfrentar lo mejor posible el confinamiento derivado de la pandemia de coronavirus. Aún con ello, decides pedir comida.
El proceso del pedido para ti es simple: click, click, click. Te sientas en el sillón y enciendes la televisión. Sí, a esperar tu comida. Del otro lado, una persona en bicicleta toma su mochilón cuadrado y se embarca en lo que podría ser la última vuelta de su vida. Sale de casa, casco y cubrebocas puestos; parece llevar prisa y pedalea a toda velocidad hasta el restaurante del que ordenaste. Las calles están vacías, así que no se preocupa por los peatones o los coches que podrían arrollarle, ya que, sobra decirlo, no existe una ciclovía decente en la capital. Sin embargo, hay algo que lo persigue, un peligro inminente, invisible.
Con los guantes en el manubrio y el aire en los ojos, sigue el mapa que le traza su teléfono hasta el restaurante. Se acerca al mostrador y espera por el pedido. Suspira. Llegó sano y salvo. Al menos de las bestias visibles de acero.
Tu celular vibra y lees en la pantalla: “¡El repartidor está esperando tu orden!”. El sujeto vigila su bicicleta desde el establecimiento, aunque no hay nadie en las calles que pueda robarla; pero lo que no se ve es más aterrador. Le dejan la orden frente a la caja y el cajero quizás lo mira con un poco de desdén, como si tuviera mierda embarrada en todo el cuerpo. Guarda la comida en el mochilón. Huele a fideos que lo hacen salivar; no ha comido en todo el día. Sube a la bicicleta y agarra velocidad. “¡Tu repartidor está en camino!”. Llega a tu edificio y por el intercomunicador le dices que suba. Toca la puerta y abres lo suficiente para que la bolsa de comida pase; asomas media cara y observas a un encapuchado. En realidad lo que ves son unos ojos cansados detrás del cubrebocas. Frunces el ceño como si existiera un mal olor y tomas con cuidado el plástico, como si fuera radioactivo. El repartidor sigue su camino y se enfrenta a un virus mortal para poder repartir comida a su propia mesa. Sin embargo, no está solo.
París, Nueva York, Madrid, la Ciudad de México, todas estas grandes urbes tienen un común denominador: los únicos valientes en las calles son los repartidores. Jérome Pimot, repartidor y miembro del colectivo CLAP de empleados ‘riders’ – luego del discurso marcial de Emmanuel Macron en el que ordenó que los franceses respetaran el confinamiento – confesó: “Estamos en tiempos de guerra. ¿Qué necesidad hay de pedir a domicilio comida vietnamita orgánica o hamburguesas veganas?”. El colectivo ha demandado al gobierno francés que la indemnización de asalariados también pueda aplicarse para los ‘riders’. Una de las peticiones más lógicas que se han circulado por las redes sociales luego de estar en la cornisa de una crisis económica.
Óscar Tinajero, repartidor mexicano que trabaja para la aplicación Uber Eats, declaró que el empleo no ha rendido lo suficiente, ya que la demanda ha sido muy baja. “Esto nos pega muy fuerte en los gastos porque vivimos al día, lo que generamos en el día es nuestro sueldo. […] Vamos al día y a aguantar lo que sea necesario, ahorita no creo que haya mucho empleo con esta situación así como está”.
Otras aplicaciones, como Rappi, han respaldado los protocolos sanitarios y repartido más de 200,000 geles antibacteriales y máscaras de protección a sus repartidores. Asimismo, optaron por apoyar económicamente a sus trabajadores. “En los países en los que tenemos pagos de venta quincenal o mensual, cambiaremos nuestro modelo a pagos semanales”. Incluso, hay algunos usuarios que han donado a sus repartidores los pedidos que efectúan, contactando al ‘rider’ y ofreciendo la comida para que pueda llevarlo a casa o comerlo mientras continúa trabajando.
La desinformación es otro de los baches que han debido saltar los repartidores; la encontramos a la orden del día. El Dr. Ian Williams, jefe del Departamento de Respuesta y Prevención del Centro de Control y Prevención de Enfermedades (CDC, por sus siglas en inglés) confirmó que el virus no puede ser transmitido por la comida. “No hay evidencia allá afuera, hasta ahora, que el COVID-19 puede transmitirse por alimentos. […] Esto es respiratorio, de persona a persona.” Por su parte, el profesor y especialista en seguridad alimenticia de la Universidad de Carolina del Norte, Benjamin Chapman, confesó que existe un mínimo riesgo de contagio. “Quiero ser claro en que los paquetes de comida pueden transmitir el virus, sin embargo el riesgo es muy pequeño”.
En México hemos decidido degradar a uno de los empleos más importantes durante el confinamiento: la entrega de comida a domicilio, pero, ¿por qué optamos por adjudicarles una pestilencia inexistente? Quizás es el miedo, quizás es el clasismo implícito que se ha germinado en la ciudadanía mexicana. Reitero: lo que no se ve, es más aterrador.
Los hemos mandado a la guerra con una mochila y una bicicleta, sin saber si van a regresar; como aviadores japoneses, encaminados contra el miedo que flota en el aire.