Por M. Tuda.
Vivimos en un mundo donde hemos adoptado una postura clara desde niños: en la obscuridad viven los monstruos. Prendemos la luz, porque rehuimos de la oscuridad. En la oscuridad pasan cosas malas, uno enciende la luz cuando algo está por pasar.
Vivimos en un mundo donde siempre tenemos luz, para que veamos “lo que realmente son las cosas” iluminadas, no hay secretos (aparentemente). Vulgarizamos las calles y los espacios, colgamos del techo enormes lámparas con diseños estrafalarios (no tengo nada en contra de ellos), tratando que nada se esconda, tratando de llenar hasta el último rincón. Toda luz viene de algo ajeno, tratamos de ver lo que nuestros ojos no pueden.
La luz ha sido utilizada como imagen referente al conocimiento por diversos autores, uno de ellos Ruskin con su famoso libro las siete lámparas de la arquitectura.
En occidente, la luz es saber. Queremos tener luz en todo porque queremos saberlo todo, controlar todos los sucesos en una habitación o saber que ningún recuerdo nos sorprenda cuando durmamos. Nos da miedo la oscuridad, porque tenemos miedo a no saber.
Uno de los inventos que han cambiado nuestra forma de vivir, ha sido la luz blanca, la cual permite ver los colores con mayor nitidez, asemejándose a la luz del sol. Más que un filtro nocturno, estas luces tienen la función de alargarnos el día, haciéndonos olvidar la paz y calma de la noche.
Ahora, siempre acompañados por alguien que no duerme, al cual hay que estarlo alimentando para que él nos alimente. Nos cuenta qué pasa con el mundo y nosotros le contamos lo que opinamos. Nos hace reír y nos conecta con aquellos que se encuentran lejos. Es un catalizador de tiempo, nos ayuda a transportarnos; cuando creemos pasar minutos, inconscientemente pasamos horas. A él le hablamos y escribimos, es mejor mensajero que cualquier paloma, de hecho, esta paloma es azul. Nos brinda un conocimiento infinito en segundos y nos da toda la luz que necesitamos.
Bien dice Luis Barragán en 1951 en su conferencia Rodearse de jardines que:
«Una de las características del hombre moderno en todo el mundo… es que vive públicamente. Pasa la mayor parte del tiempo en el ámbito público…
…El uso del teléfono representa también otro aspecto de la vida pública… que se mete en la vida privada con llamadas que alejan al hombre de su casa por compromisos de negocios o sociables…
Me pregunto a qué hora del día el hombre moderno que lleva una vida así puede meditar y permitirle a su imaginación desarrollar ideas creativas y espirituales; me pregunto también si tal vida permite encontrar la paz y la serenidad tan necesaria para toda persona, sobre todo en nuestra época.”
James Turrell en una entrevista en 2013 dice que los humanos consumimos luz, pero no se refiere a la luz de estos aparatos, que no nos dejan descansar.
La casa es un instrumento para afrontar el cosmos, menciona Bachelard. Un refugio que nos ayuda a comprender el tiempo y el mundo, ayudándonos a comprender lo que no tiene sentido, un lugar para el reposo.
Llenarlas de luz ha sido un error. La poca luz no sólo nos permite el descanso, sino que alimenta a los espíritus pasados y a la propia imaginación. Pallasmaa menciona que «…las casas viejas nos devuelven al tiempo lento y al silencio del pasado. El silencio de la arquitectura es un silencio receptivo que nos hace recordar», en su libro Los ojos de la piel.
Nuestro ojo y el resto de los sentidos, necesita sentirse acobijado. Luis Barragán, en su casa, ha aprendido perfectamente el arte de la lucha constante entre luces y sombras, las cuales nos llevan a otro tiempo, a otros lugares, pero que siempre regresan a uno mismo. Uno vive el mundo a través de los sentidos y las memorias. La oscuridad nos permite vivirlo y entenderlo mejor, así como entendernos a nosotros mismos.
Tanizaki menciona «… me gustaría ser capaz de convocar una vez más a ese mundo de sombras que ya hemos empezado a perder… a oscurecer sus paredes, condenar a las tinieblas a aquello demasiado evidente…»
Apaguemos las luces eléctricas y veamos qué resultado obtenemos.