Siempre vi a mi madre feliz y plena siéndolo, la escuché encumbrar la maternidad, incluso el parto, como experiencias absolutamente gozosas. Crecí con esa idea muy metida en la cabeza. Quizás en mis días de infancia no jugaba a «la mamá», pero en el fondo sabía que quería serlo; soy feliz de serlo, pero ahora sé que también pude haber sido feliz de otras maneras.
Cuando me preguntan a qué edad tuve a Valentina, suelo bromear con que entonces era una adolescente de 28 años, pero entre broma y broma la verdad se asoma. Bien dicen que nunca estás lo suficientemente lista para la llegada de una hija/o, pero que la naturaleza te prepara para criarle, jamás refutaría esa hipótesis. Aunque si algo tengo claro, casi 9 años después, es que la maternidad tendría que ser siempre una decisión, bastante reflexionada.
Rosario, mi madre, solía decir que el dolor del parto se olvidaba en cuanto tenías a tu bebé en los brazos. Nunca me dio una descripción detallada en sí, de la avasalladora experiencia física que implicaba el que un ser humano llegara a la vida a través de tu cuerpo. Aclaro que no es reclamo, pero crecer escuchándola sublimar el asunto, me formó una idea bastante fantasiosa en torno a la maternidad, que se esfumó por completo el día que nació Valentina, en el que sí, la felicidad le ganó a cualquier otro sentimiento, pero no por eso dejaron de estar presentes el dolor más intenso que he experimentado en la vida y también el miedo más verdadero. El 13 de diciembre del 2011 a las 3:41 de la mañana, fui la mujer más poderosa y la más frágil al mismo tiempo.
Esa madrugada honré como nunca la valentía de mis ancestras e hice un pacto con mis sucesoras: hablar con la verdad en torno a la maternidad (dolores y sacrificios incluidos en el tema, porque aunque suene feo, sí, eso conlleva) cada que alguien me preguntaba «si dolía» yo respondía: «sí, en algún punto yo sentí que me moría».Por encima de cualquier otra cosa, les aconsejaba dejar fluir el dolor y no tratar de aguantárselo, así después tomarse el tiempo para recuperarse físicamente y reconstruirse en lo emocional.
Cuando me enteré que estaba embarazada, no tenía un trabajo estable, ni una situación financiera boyante, es más, ni siquiera una idea lo suficientemente clara de lo que realmente quería para mi vida. A eso justo me refiero cuando digo que, efectivamente, era una adolescente de 28 años que tenía todavía un montón de cosas que aclararse a sí misma. Pero era también una persona absolutamente privilegiada, por el simple hecho de tener opciones: empezando por la de elegir si quería o no ser madre y la de decidir la manera en que quería ejercer mi maternidad. Ambas, acompañadas de un entorno social y familiar, en muchos sentidos, favorable.
Personalmente, en mi afán por romper con el rol tradicional de la madre abnegada, elegí ser la madre todo terreno y en esa exigencia autoimpuesta (pero ciertamente intervenida por mi contexto sociocultural) cometí muchos errores. El más grande: dirigir mis esfuerzos a cumplir tantos roles como pudiera para probarme a mí misma que podía ser una buena madre mientras era también una mujer exitosa académica y profesionalmente, una compañera de vida divertida y atractiva, la señora modernita que lo mismo cocinaba bien que iba de fiesta… que podía seguir siendo Mafer, Fernanda, María Fernanda, mientras me convertía en «la mamá de Valentina«.
Y entonces, casi sin darme cuenta, criaba una hija, atendía una casa y en mi tiempo libre estudiaba un posgrado. Tenía dos empleos y aprovechaba cualquier oportunidad para hacer los disfraces hechos a mano para mi retoña, especializándome en fiestas temáticas de cumpleaños.
El error estuvo en querer probarme (probarles) que podía, cuando al hacerlo, lejos de romper con un estereotipo, me sometía a otro. En el camino, dejaba de lado a quien quería ser en realidad. Mis intentos de super woman y de súper mamá, me devoraron, mientras, en teoría, yo seguía de buenas. Hasta que un día ya no… pero esa es otra historia.
Les cuento todo esto porque la contingencia me ha hecho revisar mi maternidad. Al igual que a muchas mujeres, no sólo en el país, sino en el mundo, la Covid nos ha llevado de vuelta y tiempo completo al entorno doméstico. A muchas, además, también al paradigma en el que en el ajedrez del hogar, la mujer lleva el título de «reina», mientras hace movimientos de peón, alfil, caballo, rey y hasta de torre.
Es verdad, somos unas chingonas para el multitasking y tenemos la capacidad de resolver los asuntos del trabajo mientras se hornea el panqué. Repasamos las tablas y perfeccionamos la técnica en la manualidad de la semana, pero no por poder hacerlo, estamos obligadas a ello. Mucho menosfallamos por permitirnos fallar de vez en cuando y pegar de gritos. Reconocernos hartas, cansadas, rebasadas. Con ganas de echarnos a correr y regresar cuando todo esté resuelto o por simplemente decidir que hoy, comemos sopa de bolsita, nomás porque sí.
Sabia la vida que gestó en mi vientre una hija maravillosa (como son todos los hijos/as) intensa, demandante y perspicaz. Que con su forma de ser ella misma, de gustarse, de reconocerse, de encontrar siempre soluciones simples a los asuntos complejos, ha venido a recordarme la importancia de hacerse de una individualidad. Eso es lo que en este día de las madres, celebro desde lo más profundo de mi corazón.
A veces, cuando traes a la vida una nueva, sepultas también una parte de la tuya. Ese hecho me parece absolutamente injusto, pero remediable también en la medida en que como sociedad dejemos de idealizar algunas maternidades mientras acribillamos otras. En la medida en que dejemos de pensar que el cuerpo de la madre es territorio público, susceptible de opiniones e imposiciones y que, con su llegada, el cuerpo de la mujer como individua, autodefinida, deseante, deseada…¡Propia! Desaparece.
Aprovechemos la oportunidad que nos da este día, para valorar el papel fundamental que las mujeres jugamos en la sociedad. Seamos madres o no.
Dejemos de juzgar las prácticas en las maternidades ajenas: las formas de ejercer el amor, la profundidad en los escotes y la cantidad de ropa aceptable en una «mamá». Los estragos del embarazo en el cuerpo, si eliges parto natural o cesárea. El tiempo y la calidad de la lactancia. Los horarios dedicados al trabajo o a la crianza. Las habilidades artísticas y culinarias, los peinados y el guardarropa de las hijas/os.
Dejemos de juzgar a las mujeres que tienen prioridades y estilos de vida distintos al de ser madres. Dejemos de creer que nuestra función en la vida de otras mujeres es ser un recordatorio del reloj biológico. Tampoco juzguemos a aquellas que deciden profesionalizarse en la maternidad o en el matrimonio y no en otros ámbitos.
Más importante aún: dejemos de juzgarnos a nosotras mismas y de mirarnos en espejos ajenos, preocupémonos, ocupémonos más en ser mujeres plenas, felices y satisfechas en nuestros parámetros personales. Al fin y al cabo – clichés aparte – lo mejor que podemos darle a nuestras hijas/os es la felicidad propia, como ejemplo de que cada quien es responsable de ella.