Por Bruno Gasi.
Soy de Chicago. Es 1964 y acabo de llegar a California. Estudio cinematografía en UCLA, tengo buenos amigos, amigos con intereses comunes, la primera generación en fumar mariguana en el campus. El cine es la profesión del siglo. La “Nouvelle Vague”, Bergman, Godard, Fellini, Kurosawa, las películas modernas, la ideas de fama mundial, a eso aspiramos: a películas modernas, a las ideas de fama mundial, a ser uno de ellos.
En la vida cotidiana también disfrutamos de la música, sobre todo el nuevo rock, aunque siempre he sido más de blues. En Inglaterra los Beatles son lo de hoy, creo que son buenos. Los Rolling tienen más peso aquí, son la gran influencia de América. No me considero un gran músico, toco el piano desde los nueve y nunca le he dedicado suficiente atención. Toco en un grupo con mis hermanos esporádicamente, nada serio.
Influenciados por la escena, el amigo de un amigo y yo tuvimos una idea de fama mundial. Hagamos rock, pensé. Es todo lo que se puede hacer además de cine. Todo quedó en palabras más palabras menos, me dijo que se iría a indefinidamente a Nueva York y no volví a verlo en varios meses. El día de la Independencia salí con mis amigos a Venice Beach con el fin de pasar un buen rato, emborracharnos, fumar. Ya entrada la noche, con los cohetes iluminando el cielo, entre el tumulto de gente, contenta apareció el colega disque neoyorquino. Grata sorpresa, pues lo hacía vagando por Manhattan. Comenzamos a caminar y platicar, resulta que nunca se fue de la costa oeste. Había estado aquí, perdido, escribiendo canciones, fumando. Canciones, me pregunté. Era un buen tipo, sabía que escribía poesía pero no canciones. Supuse que de la nada se había convertido en autor por aquella conversación guajira. Le pedí que me cantara una y accedió amablemente, se trataba de algo así como nadar en la luna. Era increíble, combinaba con lo poco que yo había compuesto en el teclado. Las posibilidades eran infinitas.
Su voz me recordó a Chet Baker; me dijo que no creía tener ritmo ni capacidad armónica. Me enseñó otra pieza, qué oscura y melódica. Esa noche regresó la idea de fama mundial. Debíamos formar una banda. Descartamos posibilidades, queríamos algo ecléctico entre jazz, blues, rock, ritmos latinos, poesía. Al poco tiempo ya éramos cuatro. Comenzamos a tocar en bares locales por aquí por allá por todos lados. No teníamos nombre. Al principio él cantaba de espaldas al público. En alguna ocasión me contó sobre un ensayo de Huxley que había leído, el título estaba influido por un pasaje de William Blake en su obra El Matrimonio del Cielo y el Infierno: si las puertas de la percepción se purifican todo aparecerá tal como es: infinito.
Muchas cosas sucedieron. No había bajo eléctrico. Los graves estaban a cargo de mi teclado Fender Rhodes. Qué bueno que cuando Elektra Records se fijó en nosotros ya teníamos nombre y él había dejado ese extraño ademán. Al poco tiempo salió nuestro elepé homónimo y comenzamos un viaje inolvodable.
Perdón por no tener la prudencia de presentarme: me llamo Ray Manzarek. Nunca hice cine moderno. Fundé The Doors con mi amigo James Douglas, mejor conocido como Jim Morrison.