Por Bruno Gasi.
«Qué buen café, ¿de dónde es?»
Pruébalo. ¿Te gusta alguno en especial?, pregunto porque si me dices que te gusta el soluble o que te gusta el de cápsula tendremos un malentendido.
«Caray, qué idealista, pues qué tomas.»
Me gusta el etíope, bastante ácido y seco. El brasileño es más afrutado y aromático, no me encanta. El colombiano tiene su mérito, sobre todo publicitario.
«Qué me dices del nacional, ¿te gusta?»
Sí, desaprobarlo sería un mal gesto de mi parte. Y tú qué cuentas.
«La verdad mi favorito es el cubano, en especial uno de bolsa negra que no recuerdo el nombre.»
Quizás sí he tomado sin saberlo.
«Un día pásale a los estantes de cualquier súper, todos dicen: de altura, no sé qué tostado, molido no sé cuál. Solo terminas como gato revolcado, fiel al grano que sea de tu agrado; en ocasiones no es mas que dejarse llevar por la impecable identidad gráfica.»
Es una guerra publicitaria, y una encarnizada.
«Algo así sucede con el vino: todos saben a uva pero las etiquetas saben distinto.»
Una vez mi papá me contó que en los ranchos que supervisaba había un doctor honoris causa que, soberbio y tajante, afirmaba que todo aquel que no tomara café carecía de inteligencia.
«Qué rotunda afirmación.»
Habría que corroborarla en Palacio Nacional. Yo solo digo. ¿Cómo lo tomas?
«Americano, por favor, a veces expreso.»
¿Quieres probar uno brutal?
«Venga, doble y cortado.»
Es media tarde y para mí va derechito.
«Manías que uno agarra.»
Exacto. Yo no tomaba latte y cuando noté que un buen amigo pedía y pedía pues terminé probándolo, total, eso hace un buen amigo. Eran dos iguales para platicar largo y tendido.
«Antes concurrías cafeterías. Algo pudiste pepenarle a los baristas.»
Cuando llegué a la ciudad — viviendo en la zona centro, donde las opciones resultan infinitas — el ritual más emocionante era enlistar una serie de invitaciones y recomendaciones en donde el café fuera el centro de gravedad. Tracé un mapa repleto de esquinas, hice algunos cálculos financieros y acto seguido me vi envuelto en una misión enigmática: descubrir el mejor café de la ciudad.
«Evitaste a toda costa las cadenas grandes, pregunto porque si me dices que te gusta perder el tiempo ahí tendremos un malentendido.»
Y me tachas de idealista.
«¿Te fue bien?»
Fue emocionante, pero estuve lejos de lograrlo.
«Nunca falla la idea de sentarte en un lugar agradable, de volar en la cabeza o de verte a los ojos con alguien o de saber que nada más queda o de perder el tiempo o de tener una idea brillante hasta aires de hedonismo tiene.»
Una cafetería es un lugar mágico hasta que descubres un truco que funciona más o menos así: aquí hacen buen americano, el expreso de acá es excelente, allá tienen un latte increíble. El americano de aquí es caro y regular, el expreso de acá es promedio pero barato, el latte de allá es pura leche. El americano de aquí es terrible, el expreso de acá parece americano, el latte de allá parece de máquina dispensadora. El americano de aquí es bueno pero te hacen mala cara si no pides panecito, el expreso de acá es perfecto pero te cobran el vasito de agua, el latte de allá es El Latte pero si no lo pides grande eres marro. Detalles sutiles que los colaboradores descuidan por el simple hecho de que ya se te hizo costumbre visitar el establecimiento.
«Muchas veces no tienen idea, otras les da igual.»
No es culpa suya, no del todo. Es raro, tal vez estoy loco y me fijo mucho en esas cosas. Me considero un cliente bastante ameno y para nada abusivo, mucho menos pedante. Digamos que un promedio de una o dos horas en el ritual cafetero, solo o mal que bien acompañado.
«Contigo prefiero lo segundo. No evitar preguntarte por qué te fijas en eso.»
Porque fui mesero un rato y ahora tengo, digamos, el gusto de conocer ambas caras de la moneda.
«Al principio ha de ser aterrador intercambiar papeles.»
Me di buenos trancazos, sí. A grosso modo aprendí que vender — qué palabra tan horrible y pasada de moda — no es sinónimo de buen servicio; la propina se gana con atención, no con una comanda repleta. Ese ligero detalle, la atención al comensal, es lo que creaba el efecto búmeran.
«Y no solo en este medio, porque, desde luego, este principio es universal.»
Claro. Podrás tener el peor menú del mundo, si lo compensas con una cálida estadía, el chiste se cuenta solo. Es un decir.
«La gente es tacaña y la gente es modesta y la gente es espléndida y la vida da vueltas.»
Recuerdo que una vez una señora me puso en mi lugar de la forma más dura y elegante: me escribió una carta. Primero dije qué payasa, luego dije carajo, entendí el punto. Voy a parafrasear: “No veo el punto de aguantar malos tratos, sutiles o evidentes, por más bueno que sea el café y por más lindo que sea el lugar” (palabras más palabras menos).
«Ah caray, cuánta razón. Pues sí.»
En las esquinas del mapa nunca vi un letrero que advirtiera consumo mínimo, solo de no fumar. Molesto y confundido, indagué un poco las reseñas de algunos sitios.
«¿Qué encontraste?»
Poca comedia, mucha tragedia y viceversa. Noté que no estaba tan perdido, descubrí que era una constante.
«No conozco muchos sitios, ilústrame.»
Tengo tres imperdibles, con santo y seña de lo que deberías probar.
«¿Solamente tres?»
Sí, eran quince y taché doce.
«¿Qué tienen en común esos tres?»
En uno se nota que los capacitaron y tienen presente el valor del servicio. Desde el día uno me recibieron amenos y nunca dan lata. Su invento más conocido es un café pequeñito y dulce, suelo pedir hasta tres rondas. En otro me ponía a platicar con un cuate que se la pasaba ahí, hablábamos de foto y de café y de café y de foto. Después me enteré que era el dueño y que además me hacía descuentos sin que yo supiera. Ahí hay un agua fresca con expreso que me parece el invento más icónico de la maldita mixología. También es un decir. El tercero es un café de toda la vida, te atiende gente mayor, testigos legítimos de un sinfín de historias y anécdotas. Había veces que las pláticas eran tan profundas que se rompía esa delgada línea cordial de “ustedatú”.
«¿Qué no es donde tomé el taller con el periodista?»
Sí, puede ser. Qué pequeño es el mundo.
«Cada vez que salgo y estoy cerca me doy una vuelta. Depende el rumbo.»
Sabes, irónicamente no he descartado la posibilidad de abrir una cafetería, pa´ qué te miento.
«Llevas un buen rato experimentando, independientemente de quedarte en casa y sentirte cómodo, si no tuvieras esas intenciones el mejor consejo para mantener este “sano vicio” sería aprender a arreglártelas y ya, pregunto por mera curiosidad.»
Haz cuentas, apoco quieres que nos veamos siempre en cafecito por aquí cafecito por allá, saloncito por aquí saloncito por allá, barecito por aquí, barecito por allá.
«Habrá veces que no nos quede de otra y otras que lo amerita.»
De acuerdo. Es más, si te apetece podemos retomar la misión de las cafeterías juntos.
Cuando esta situación mejore, te acompaño.
Perdón por darte tanta vuelta, a ver qué tal me quedó el expreso. Confieso que el café que estás a punto de probar lo cultivó el papá de un amigo y salió bastante bueno. Me dijo que en un arranque le dio por hacer una mescolanza de granos en su jardín y no di crédito, quién sabe qué tan bien visto resulta. El punto es que fue paciente y siguió los pasos. Sembrar, cosechar, seleccionar, tostar, probar. Moler.
«Bingo. Me pareció increíble.»
Lo sé, cuando me confesó que se trataba de un experimento casero yo pensé que se trataba de una broma. Le decía qué fresco cafecito el de tu casa, mano. Alguna vez me dijo que el mejor café está en tu cocina. Pensé que era una tontería, si en tal lado el café es mucho mejor, hasta íbamos todos los días. Luego comprendí que solo era una metáfora cuya misión no era quitarle mérito a los rincones que existen en esta ciudad. Estamos aquí, tranquilos en la cocina. Tú y yo nos conocimos en uno de esos rincones.
«¿Puedo ver el mapa de las esquinas?»