En cuestión de unos días el debate – inconcluso – del racismo se exacerbó como pólvora y no es posible, ni justo, adjudicarlo al clima político estadounidense reciente, puesto que se estaría restando importancia a la historia ancestral que el mexicano enfrenta con este problema. Como elefante en la habitación, opiniones divisorias resurgen en la era de las redes sociales, donde con el mejor ánimo de añadir su “granito de arena” a la polémica, es posible toparse con ideas cuasi maquiavélicas que intentan desacreditar un conflicto histórico y cultural del país.
La discriminación en torno a la tonalidad de piel o rasgos son elementos utilizados para denostar e impedir la inclusión social; el mexicano se siente avergonzado de ser moreno y utiliza recursos a su disposición para no parecerlo: las industrias de belleza que prometen aclarar la piel reciben su jugosa comisión por prometer cambiar la tonalidad en pocos meses, las escuelas elitistas del país ponen sus promocionales niños/as de tez clara acompañados de pomposos planes educativos –la mitad de la currículo en inglés-, mientras que algunos ciudadanos se alarman de este ataque dirigido “contra ellos”, ¿pero quienes son las supuestas víctimas?
Hace algunos años atrás, se acuñó el término whitexican para referirse a los connacionales pertenecientes a esa minúscula estadística de jóvenes (ultra) privilegiados del país –y por ahí, algún que otro colado que desea serlo- caracterizados por vivir apartados de la realidad nacional, -alejados como el Príncipe Próspero en el cuento de Poe- en un castillo por allá en Polanco; haciéndose valer de su aparente desconocimiento para vivir por encima de las reglas. Escarbando un poco en su árbol genealógico, encontramos en parientes cercanos a los Mirreyes, de los cuales se habla por exhibir vida y lujos en redes sociales, siendo los hijos malcriados de las niñas bien de las que escribía Guadalupe Loaeza.
A sabiendas de la enorme brecha entre la élite y el pópulo, algunos insisten en la existencia de un racismo inverso, es decir el apartamiento del resto de sus congéneres por ser de tez clara y portar un apellido extranjero, ¡¿pero cómo es posible?! Si ellos aportan a la inclusión. Por ejemplo, cuando viajan a San Miguel de Allende – o mejor dicho, San Mike – compran artesanías monísimas a las vendedoras con quienes previamente se tomaron una foto para agregarle diversidad a su feed o la ocasión que fueron a misiones por parte de la escuela para ayudar por una semana enteeeera a un pueblo, donde mientras los niños no pretendían acercárseles, relatan esta anécdota tiernísima a sus amigas en el brunch.
Pero el trasfondo no se encuentra en una crítica simploide a usos y costumbres, pero en aceptar que realmente existe una línea divisoria que enajena a una gran parte de la población, rezagándola a nivel educativo al no poder acceder los mismos recursos tecnológicos e incluso básicos –como una escuela propiamente equipada, construida- impidiendo una movilidad socia con trabajos remunerados por el salario mínimo o menos, desalentando la participación en la arena política por considerarse que su aporte es únicamente para recoger una torta en época de elecciones y promoviendo estereotipos culturales mediante telenovelas o películas.
Sobre este último punto desearía mostrar que lo ficcional pretende traspasar la pantalla e incluirse en el plano de la realidad. Se ha establecido que la era dorada de las telenovelas ha muerto, sin embargo tuvo lugar su transfiguración en ciertos contenidos de las plataformas digitales; no hace tanto tiempo, encontré un ejemplo claro de lo que el actor Tenoch Huerta hablaba en una entrevista para el periódico El País. Las líneas de casting se hacen más largas y humillantes con los actores de tez morena, viéndose retratados con personajes recurrentes como inmigrantes maleducados, ignorantes o en historias de constante violencia pero nunca el protagónico con un guion correctamente construido.
Por ende, el espectador se siente atraído ante esta realidad plagada de prejuicios –y cómo no, si una y otra vez se repite la misma fórmula clasista y racista- lo que lleva a pensar que esa es la realidad a la cual debe aspirar, o ser un anónimo más dentro de la muchedumbre.
Es aquí, donde el descubrimiento de la serie Made in Mexico, encaja con el preámbulo anterior. En el trailer se pretende mostrar la vida de los mexicanos más influyentes en la actualidad, todos hablando la mitad del tiempo en inglés, en una especie de documental al estilo Kardashian en un mundo donde el mexicano “promedio” no entra –bueno sí, como chófer, guardaespaldas o ayudante- y como este, existen incontables ejemplos de esta eterna “lucha” entre los de más abajo con los de más arriba: en uno claro discurso cultural que sentencia qué tan “jodido” estás, equivale a tu representación ficcional.
Tampoco es propio olvidar, filmes recientes que se mofan – ¿inocentemente? –sobre las categorías que han perdurado desde la colonia, Mirreyes vs. Godínez, su hijo, ilegítimo, La rebelión de los Godínez o la favorita de la autora, Martha Higareda y su rescate mágico a una población yucateca aparentemente desconocedora de sus propios remedios en Cásese quien pueda.
No existe tal cosa como el racismo inverso. Lo que sí es tangible es una carrera en la que los primeros en salir llevan ya una evidente ventaja histórica, apoyados sobre el resto que despectivamente llaman “prietos”.