Uziel Medina Mejorada
¡Nos están polarizando! Resuena el grito ahogado en la vieja lata del intento fallido de oposición. Si por cinismo o por ignorancia histórica, el débil discurso fatalista esconde tras diluidos humos de distracción la realidad de un país que nació y creció polarizado entre clases sociales, cosmovisiones, cultura, aficiones e incluso generaciones. No es de extrañarse que quienes hoy centran su palabrería en la bipolaridad “fifí” vs “chairo”, existente desde varias décadas atrás, son los mismos que interesados hoy en el voto de los jóvenes, todavía hasta 2017 tachaban a este segmento poblacional como desinteresados y egoístas.
La élite está acostumbrada a propagar un discurso divisionista, uno que acentúa las diferencias entre el Norte y el Sur, entre el rico y el pobre, entre estudiantes de escuela pública y privada, entre el América y el resto de los equipos de fútbol, entre izquierdas y derechas, pero México es mucho más que eso, es una amalgama única en el mundo, latente en aspectos tan cotidianos como el pozole. La mexicanidad es justamente la conjunción de esa diversidad creando un todo.
Treinta y dos años después de una de las tragedias sísmicas más profundas en la memoria mexicana, el 19 de septiembre de 2017, junto con el suelo, la democracia se sacudió hasta sus entrañas, democracia pura y bronca, no la de la pasteurización electoral. En primera instancia, la juventud dio revés al adultocentrismo discursivo tomando control de varias tareas para recuperar a nuestros hermanos de entre los escombros, así mismo, miles de mexicanos de todas las entidades federativas para destinar recursos humanos, materiales y financieros para que cientos de mexicanos pudieses renacer en medio del olor a muerte.
Previo a la catástrofe en el centro de la República, el 7 de septiembre el sur también se sacudió por un fuerte sismo que nos regaló una de las escenas que más han conmovido al país, la Bandera de México izada sobre escombros, un símbolo que sella de forma poderosa la identidad mexicana: Unidad en medio del desastre. Y es que los mexicanos somos así, diversos, inconformes, liosos y apasionados, pero nunca ajenos al dolor de nuestra sangre.
Colaborando entre los escombros conocí de primera mano el significado de un concepto que en las aulas de las ciencias sociales es difícil de definir; pueblo. ¿Qué es el pueblo? Preguntaban mis profesores. ¿Alguien entiende esa palabra? No dice nada en concreto. Pero yo le encontré mucho significado el día en que encontré en la misma mesa de una parroquia al soldado, el marino, el policía, el rescatista, la madre, el alumno, el cura, las cocineras y los obreros compartiendo el pan en una gélida y perturbadora noche, todos con tareas distintas pero un sueño en común, salvar las vidas de perfectos desconocidos a los que llamamos hermanos.
2020 exhibe a una cúpula que apela a la división ante un desastre invisible, el invasor viral, tratando de sacar raja en medio de la tragedia. No han entendido que la mayoría de los mexicanos no nos guiamos por ese paradigma del mayor provecho a costa del dolor, al contrario, nos dolemos con el dolor del prójimo, aunque sea del equipo contrario. México está marcado por el dolor, nos marca el dolor y nos impulsa el dolor. Se equivocan quienes creen que la pandemia nos puede dividir aún más, cuando un sismo nos hizo más fuertes.
En nuestro dolor colectivo siempre se enciende la llama de la esperanza.