Una mañana en la capital…una mañana que no verá más Fátima

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Por Román M. De Castro

Escuchas un grito sórdido, pero solo fue un sueño; uno de esos que te impiden cerrar los ojos otra vez y conciliar el descanso, pues temes acabar en el mismo lugar y con los mismos gritos. Una vez fuera de la cama, reposas la planta de los pies en el piso de un departamento subsidiado que te alcanza – meramente – para mantenerlo como tuyo, por un tiempo. Con la boca seca y los ojos hinchados, es hora de salir otra vez al mundo que te ha quitado todo. Se hace tarde y te bañas a medias, lavando sólo las partes importantes: el cabello, las axilas y los genitales; quizás, si tienes el tiempo, detrás de las orejas.

Prendes la tele mientras te vistes, no has llevado a la lavandería el bulto de ropa que te acecha desde la esquina – recordándote que ayer perdiste el tiempo y no cumpliste con tus deberes de la casa – entonces te pones unos pantalones sucios, los que huelen menos a viejo, y la única camisa que no está arrugada. Buscas la pareja de tus calcetas negras, las que ya tienen un hoyo en el talón; en la tele medios mortifican a otros medios, por la publicación de unas fotografías explícitas de una mujer asesinada en la capital, tu capital. Unas fotografías – llenas de sangre, pedazos de carne y uno que otro hueso tendido por los rincones de un baño – filtradas por la misma gente que debería cuidarte: la policía de la Ciudad. Ese es el primer momento en el que dejas de escuchar a la televisión como una música de fondo que una pianista vieja toca en el merendero que te gusta – la que tiene una jarra de vidrio, con una etiqueta donde lees “porpinas” porque nunca la han cambiado y sigue mal escrito, encima de la tapa superior que se mantiene cerrada excepto en navidad y año nuevo – y entonces fijas tu mirada en la pantalla; los medios que criticaban a los medios por exhibir una fotografía, emiten la misma imagen, pero con el rostro de la víctima borroso. Los órganos desparramados y los músculos astillados se siguen viendo en alto definición.

«Pájaros de color parecido siempre viajan juntos», piensas. Encontraste la calceta, estaba en tu hombro recargada como trapo de mecánico y te preguntas de dónde tomaste esa frase. Sales de tu piso y antes del elevador te topas con la vecina, una mujer grande que sale con una bolsa de mandado hecha de estambre; la ves y piensas «seguro le pican las manos». Entran al ascensor y examinas sus arrugas, las pecas de sus manos parecen archipiélagos en un mar que ya pasó más de un huracán; entiendes que para su edad, tiene suerte de seguir viva en una metrópoli como la nuestra. Supones que la vida sí tiene a sus favoritos y, por un momento, miras hacia el techo del elevador – imaginando el cielo – y pides ser uno de ellos.

Las calles ya están revueltas de gente, unos venden y otros compran. Tú, un cigarrito suelto porque hace mucho no te das uno. El humo entra y recuerdas que no te lavaste los dientes, ahora vas a tener que tomar café para disimular tu aliento de pobre, tu aliento de calcetín roto, de departamento con un sólo baño completo y sin agua caliente en las noches. En el puesto de periódicos, mientras haces fila para pagar el solo tabaco que ya aprietas con los labios, escuchas a los dos sujetos frente a ti. 

-Todo estuvo hasta la madre, en San Valentín la ciudad se pone de perros. 

-Imagínate los moteles, desde las tres ya están llenos. 

-¿Cuánto tiempo les darán? ¿Seis horas? 

-Tres horas, y luego pa’ fuera. 

-Pero las chavas sí se ponen bien bonitas. 

-Hasta rasuraditas. 

– Con sus calzoncillos finitos, qué rico.

Los dos hombres se alejan – con sus revistas para “hombres” – a atormentar a alguna pobre alma. Es tu turno para pagar, buscas las monedas en tu abrigo pero no las encuentras; ahora tienes que pagar con el billete de cien que no querías usar porque, cuando te den el cambio, ahora van a ser pesos regados que vas a malgastar.

El señor del puesto te entrega el dinero y tú miras todas las revistas eróticas que vende, un estante completo de mujeres. Nunca te habías percatado que lo que más ofrecen son malas noticias y pornografía. Te presta un encendedor – atado a la mesa con los dulces por un estambre delgado para que no se lo roben, porque hasta eso hay que cuidar – y el hilo te hace recordar a tu vecina, la del elevador. Entre las revistas y periódicos observas una nueva noticia: “Encuentran a menor de 7 años embolsada y desnuda”.

Agachas un poco la cabeza para que tu boca alcance el encendedor, pues no lo puedes alzar más. Esta vez los medios no muestran la imagen del cuerpo, sino una sonrisa de la niña antes de ser secuestrada, torturada y violada; ahora que conoces la información te parece maquiavélico que muestren su rostro sonriendo, «sería mejor que no mostrasen nada», discurres para entonces corregirte y reflexionar: «Sería mejor que no mataran a nadie». Antes de irte, hojeas el periódico con el humo entrándote en los ojos.

En el informe de la Fiscalía describen su vestimenta antes de desparecer, panas azules con franjes amarillas: su uniforme de la escuela. Te recorre un escalofrío de pies a cabeza, pues la palabra “escuela” te recuerda el hecho de que era una niña. Estás cerrando las hojas de periódico y lees lo inevitable: en el apartado de ‘Señas Particulares’, lees “los dientes inferiores los tiene incompletos ya que está mudando”. Cierras el los pliegos del papel y lo dejas en su lugar. Te diriges hacia el metro pensando en que ya no te da miedo regresar a dormir, sino seguir despierto aquí.