Por: Román M. de Castro
Caminando por el malecón escuchaba la marea, algunas aves cantaban, pero no era una melodía linda, sino el graznido que se perdías con el gis de las olas. Se preguntó qué hubiera sucedido si, en su momento, hubiera dicho algo; si se hubiera acercado a su madre, jalado su camisa y – entre lágrimas y sollozos – le hubiera murmurado: «Fue él, me tocó», pero no es fácil gritar por ayuda cuando se duerme tan cerca del lobo. Su madre, desentendida, la tomó del hombro y se arrodilló frente a su hija; frente con frente, la miró y preguntó «¿Cómo te sientes?», pero la niña – con el miedo hasta los tobillos – sólo subió sus hombros y le hizo una mueca con la boca; con catorce años de edad, observó la playa, como una niña, por última vez.
Fuera del consultorio, otra madre amamantaba a su bebé con una sábana encima – con el fin de cubrir su pecho – pues dos hombres la espiaban. El doctor abrió la puerta y las invitó a pasar. Alto, delgado y muy velludo; las manos del hombre eran huesudas, sus ojos hundidos – cercados por ojeras casi negras – estaban abiertos y alerta, como los de un depredador antes de saltar sobre la presa. El consultorio era pequeño, sucio y bien iluminado, lo cual evidenciaba el polvo y la mugre en las esquinas. Le señaló a la paciente una camilla, a ella le costó trabajo subirse por su altura y utilizó una bacinica – usada – como banco para alcanzar a sentarse. El médico se acercó y por debajo de la blusa, reposó el estetoscopio en el pecho; estaba frío, pero no tanto como su mano larga, descansado en el abdomen terso y moreno. Ella se sentó una vez más y el hombre la interrogó, pero la niña sólo podía pensar en que – justo antes que el médico sacara su mano gélida de la playera – el doctor, sin razón aparente, metió tres veces su dedo índice en su pequeño ombligo. «Estás embarazada», concretó y posteriormente olió su dedo, con indiscreción. Ella sintió la pesada mirada de su madre, lloró un poco. Chasqueando la boca, el siniestro sujeto le ordenó – a la madre – que saliera de la habitación un momento. La paciente tomó con fuerza el brazo de la mujer que la abandonaba en esa madriguera, pero ésta lo arrebató – con coraje y desdén – para después cerrar la puerta detrás de ella. El doctor la miró fijamente, parecía no parpadear y sus ojos parecían tornarse amarillentos; parecería que, en cualquier momento, gruñiría. «Desvístete», demandó, esta vez, chupando la punta de su dedo índice. «Puedo ponerle llave a la puerta, para que te sientas más segura», susurró entre sus labios húmedos y delgados. Se levantó de su asiento y arrastró la silla por el suelo frío, chilló cuando la raspó. Sin quitarle los ojos de encima a la niña, estiró su prominente brazo hasta la puerta y giró – con gentileza – la llave. Con una zancada, se posicionó detrás de ella y prensó sus hombros, a los que ella nunca le había dado importancia, hasta ese día. El hombre soltó un risilla aguda, burlona; inclinó su cabeza hasta las pequeñas orejas, entonces alguien tocó la puerta tres veces. El doctor abrió la puerta mientras refunfuñaba, la madre que alimentaba a su hijo lloraba; la niña se escabulló y se reunió con su madre en el pasillo, quien la recibió con una bofetada, limpia y fuerte. Entre los regaños y gritos, la niña entendió una frase: “seducir a mi esposo, seducir a tu padre”. «Yo no lo quiero, quiero que lo saquen», berreó. «Aparte de zorra, asesina» le contestó su madre, «ya quiero ver, quiero ver como te castigan en el infierno».
De vuelta a su casa, la futura madre pensó en si el bebé sería niño o niña, entonces llegó a al disyuntiva sobre qué preferiría: engendrar a un culpable o a una víctima.