Por Lupita Mejía.
Narrador de historias fantásticas cargadas de un misticismo caribeño, Gabriel García Márquez fue un devoto de las leyendas contadas por su abuela Tranquilina – mujer que veía espíritus en cada esquina de la casona en Sucre – así como de las odiseas laborales y rememoraciones de juventud que su abuelo, coronel Nicolás Márquez, relataba gustoso al niño fácilmente impresionable. Cada una de las experiencias ajenas y propias son momentos detenidos en el tiempo, que supo plasmar en su escritura; el pueblo que lo vio nacer, Aracataca, sirvió de bosquejo para crear el espacio atemporal ficticio, Macondo, recurrente en las novelas o bien, re imaginado por medio de la música de Óscar Chávez.
Los amores, traiciones, penas, tribulaciones y secretos familiares tuvieron una segundo aire, mediante la configuración de tiempos y espacios imaginados. Porque García Márquez era un hombre de letras, que como buen alquimista de ensueños, escribió cuentos, novelas, artículos, opiniones, discursos, guiones y cartas, casi involuntariamente.
Esta necesidad de narrar acomodando letras para formar palabras, convertirlas en oraciones para después pulirlas en párrafos y rematarlas en historias, otorga la posibilidad de conocer los amores contrariados de Florentino Ariza y Fermina Daza – similar al de sus padres Gabriel y Luisa – al coronel que espera irremediablemente la carta que le proporcionará una pensión y cuyo trasfondo asemeja el cansancio de su abuelo materno por una noticia que nunca llegó; también, el espiritismo colombiano de su familia, con supersticiones encontradas en Los funerales de la mamá grande y Cien años de soledad, sin olvidar el historicismo dictatorial propio de la región, con la figura de El Patriarca, o las pasiones tardías que las Memorias de mis putas tristes proporciona.
Amante de la buena música, la leyenda cuenta que escuchando a los Beatles, vallenatos y boleros, escribía sus obras; tiraba a la basura borradores que no consideraba lo suficientemente apropiados, mientras sus editores lo rescataban del cesto y recibía inspiración en los momentos menos oportunos. Y aunque la fama llegó a su vida como producto del realismo mágico, lo cierto es que antes que otro oficio el que ejerció como pocos, denominándolo el “mejor del mundo” fue el periodismo; sin vocación para litigar – profesión que sus padres le pidieron cursar – comenzó escribiendo con 21 años de edad reseñas de cine, noticias y columnas de opinión para periódicos colombianos, como El Universal, El Espectador y El Heraldo. Así, reporteando desde París, Estados Unidos y México, donde tuvo la oportunidad de coincidir – y en algunos casos – desarrollar una amistad con Carlos Fuentes, Fidel Castro, Luis Buñuel, Julio Cortázar, Álvaro Mutis y demás compositores, cineastas, pintores o alguno que otro desliz con escritores proclamados “de izquierda” que aparecen en las portadas de revistas como Quién.
Leer el periodismo de García Márquez no consiste en una repetición incesante de notas que ya han sido escritas, sino en una reconstrucción minuciosa de los hechos llevados al plano de la narración literaria. Acercando al lector a conocer figuras como Ernest Hemingway, peripecias vividas tras un recorte del agua, crímenes sin resolver con un toque humorístico, entrevistas parecen pláticas íntimas y reseñas culturales bellamente talladas; él solía decir “No quiero que se me recuerde por Cien años de soledad, ni por el Premio Nobel, sino por el periódico. Nací periodista y hoy me siento más reportero que nunca. Lo llevo en la sangre, me tira”. Comenzó reporteando lo que nadie deseaba reportear, escalando en la jerarquía del mundo periodístico hasta consolidarse con crónicas, como Relato de un náufrago.
Para conocer a mayor detalle esta etapa crucial en su carrera, el libro El Escándalo del siglo reúne una curación de “medio centenar” de artículos periodísticos publicados en orden cronológico abarcando desde 1950 hasta 1984, evidenciando un tono uniforme en sus artículos que dejan entrever la amplísima cultura y conocimiento del comportamiento humano. Además de encontrarse acompañada del prólogo a cargo de Jon Lee Anderson, periodista y seguidor del colombiano.
Es preciso destacar que, en estos tiempos turbulentos y aparentemente longevos, los escritos – en cualquiera de sus manifestaciones – del periodista convertido en relator, pueden ayudar a aplacar este sentimiento colectivo. Me atrevo a recomendarlo para olvidarse aunque sea momentáneamente el trago amargo impuesto, ya sea en el plano de lo ficcional o del periodismo, García Márquez fue un autor prolífico con innumerables textos disponibles en plataformas digitales o impresas. Su biografía puede encontrarse en línea y algún que otro libro; algunos de sus guiones fueron trasladadas al plano cinematográfico como El gallo de oro, basado en un cuento de Juan Rulfo y dirigido por Roberto Gavaldón, Eréndira, Edipo Alcalde y otros cinco más que también fueron adaptados.
Cada lector entiende al colombiano de una manera personal. Para mí, es el hombre que configuró realidades alternas donde todo es posible y las tempestades encuentran su cause para desaparecer al final de la novela; es justo retornar a sus creaciones que brindan un arropo al caos, llenándolo de un colorido que sólo los latinoamericanos conocemos.
Los conocedores, y los no tanto, cuentan con una oportunidad de encontrarse con sus letras, y pensar en una realidad alterna que el 2014 no detuvo, puesto que las mariposas amarillas siguen volando. El 6 de marzo los periódicos a nivel mundial se leerían bajo el título “El Premio Nobel 1982, cumple 93 años”, pero él ya partió a un lugar donde le hacen compañía con vallenatos. Y ahora, si el más ferviente periodista no está, ¿quién podrá efectivamente verificar la información que el más colombiano de los colombianos ha partido?
Este artículo fue elaborado escuchando “Jaime Molina”, una de las favoritas del autor.