La cuarentena avisó varias veces, pero no quisimos escuchar; como Pedro, hasta que el lobo estaba con nosotros las cosas se pusieron serias. Encerrados por más de un mes – y seguramente seguiremos así un buen rato – muchos deben aprender a convivir con su familia o sus roomies, otros a convivir con nosotros mismos. Si nos guiamos por los instintos de supervivencia básica, estamos de gane: no tenemos que compartir comida y no existe ningún riesgo de contagio. Sin embargo, las contras pueden tener repercusiones bastante graves.
Después de ocho horas frente a la computadora, me estiro y los músculos, ya atrofiados, regresan doloridos. Alargo los brazos y bostezo; la única voz que he escuchado en todo el día es a través de la bocina, la clase en línea parece un disco rayado. La garganta me duele, debe ser por no usarla; no he dicho ni una palabra, no es necesario cuando estás solo. Cada que vibra el teléfono es como un regalo de navidad, aunque los mensajes de texto pueden ser engañosos. «¿Por qué me habrá hablado en ese tono? Yo ni he hecho nada, no entiendo porque se enoja», pienso luego de recibir un mensaje de mi jefe que decía: “Hola, ¿me ayudas con unos textos?”. Entonces me di cuenta que necesito una gesticulación, un mero tono.
Cuando salgo por mis compras de emergencia intento hacerle plática a la persona a un metro de distancia en la fila, es el único momento en el que tengo interacción con otro ser a base carbono, pero, ¿quién quiere hablar con un hombre de 22 años, desgreñado, que no ha dormido en días y viste unos guantes de látex negros, una mascarilla que parece exagerar la situación y lentes oscuros (además que demuestra tener nulas habilidades de compras porque sólo carga pan, leche y queso)?
Tras los primeros quince días, llega la paranoia: ¿será que estoy teniendo los síntomas? Rápido tomo la computadora y le pregunto al maestro, doctor, plomero, chef y cómico favorito: Google. La primera pestaña, remedioscaseros, los enlista: hablar solo, buscar cualquier forma de contacto humano, intentar establecer conversaciones con desconocidos en los mercados o farmacias, tocarle en clave morse al vecino por la pared más delgada de la casa, sensible al silencio, cree todo lo que dicen en la televisión, contesta notas de voz como si fueran llamadas.
Levanto el teléfono y le llamo a la única persona más influyente que el buscador de internet. «¿Qué pasó mijo?», me dice preocupada pero distante. «Nada ma, acá viendo cómo estás» le contesto, pero ella ya sabe que lo tengo, que estoy enfermo. «¿Ya te dio verdad?», me interroga. El silencio le dice todo, «Sí, me siento solo». Su voz a través de la línea no es remedio suficiente, se escucha cortada y metálica. «Pero bueno, ya me voy que ya van a dar las siete», le digo con prisa y cuelgo; rápido corro a la televisión, está empezando la conferencia de la única persona más influyente que Google y mi mamá: Hugo López-Gatell.