Las calles de Berlín estaban en silencio, uno casi sepulcral. Habían perdido la guerra. Mientras otros celebraban el final del evento bélico más sangriento en la historia de la humanidad, otros hacían sus últimos preparativos para salir con bandera blanca. Sin embargo, entre los nazis, hubo uno que no tomó el camino de la rendición. Dentro de su despacho en el búnker de la cancillería – luego de enterarse de la muerte de Benito Mussolini y su esposa, colgados en una gasolinera en Milán – Adolf Hitler acariciaba su Walther PPK de 7,65 mm. La decisión ya estaba tomada, sólo era cuestión de tiempo.
La primera víctima dentro de la derrota psicológica del líder Nazi, fue Blondi, su perra. El encargado de terminar al animal fue el profesor Werner Haase, quien tomó una de las ampollas de ácido prúsico, destinadas para el personal del búnker, y la suministró a la mascota. Fue hasta el mediodía cuando el dictador hizo una llamada a Martin Bormann, uno de sus primeros oficiales, comunicándole su plan de suicidio. Bormann, junto con su ayudante Otto Günsche, inició los preparativos para ocuparse del cuerpo de su líder y su esposa, Eva Braun.
Hitler se encontraba confinado en el búnker desde el 15 de enero de ese mismo año, tras abandonar su cuartel general debido a la triste ofensiva en las Ardenas. 175,000 soldados – unos demasiado jóvenes, otros demasiado viejos – murieron en vano a principios de ese año, todo por la negligencia y la sed de victoria. Fue entonces cuando tomó sus cosas y se fugó en un tren hasta la capital alemana, donde se atrincheró hasta el día de su muerte. Bajo los jardines de la Cancillería del Reich, el dictador alemán moriría por la única bala que no dispararon los Aliados.
En la víspera de su suicidio, Hitler contrajo matrimonio con Braun en la sala de mapas de la cancillería. Sigilosamente, al paralelo de la celebración, las tropas soviéticas ya sitiaban los alrededores del recinto.
El 30 de abril de 1945, cuando la tarde llegaba a su fin, Aldolf Hitler tomó el arma y se pegó un tiro en la sien. Con el cañón de la pistola aun humeando y la sangre botando de la cabeza del dictador, los oficiales entraron – luego de 10 minutos de un profundo silencio, ahora sí, sepulcral en su totalidad – y removieron los cuerpos.
El de Eva Braun, envenenado, se encontraba recostado a un lado de la pistola que nunca disparó. Ambos fueron colocados en los jardines y bañados con gasolina. El bombardeo soviético estallaba la ciudad entera. Ellos ardían, la ciudad también. Entre las bocas de los oficiales corría el rumor: Der Chef ist tot (El Jefe ha muerto).
La guerra no llegó a su fin sino hasta el 8 de mayo, cuando los oficiales SS que tomaron el puesto de Hitler se rindieron. Así culminaba el conflicto que devastó gran parte de Europa. Poco después, los agentes soviéticos, encargados de encontrar los restos de Hitler, entregaron a Stalin la mandíbula carbonizada del líder Nazi en una caja de puros.