Por Nestor Leandro.
En la historia de la literatura, Los Miserables ocupa un lugar privilegiado. La obra transcurre en la Francia del siglo XIX y cuenta una emotiva historia de sueños rotos, amor no correspondido, pasión, sacrificio y redención: una prueba atemporal de la fuerza del espíritu humano.
En México, podemos tener una versión clasemediera, aspiracional y surrealista de esta obra, donde los mencionados factores humanísticos se pueden encontrar.
Primer acto: Un influencer contagiado con COVID-19 salió a comprar pizza a un súpermercado.
Segundo acto: Una chica de clase acomodada (a las que el prejuicio cataloga como whitemexican) amenaza con subir a un avión presentando síntomas de COVID-19 si no le cambiaban sus boletos.
Tercer acto: Familiares de una persona contagiada, que falleció por COVID-19 en Ecatepec, irrumpen de manera violenta en un hospital de ese municipio mexiquense buscando explicaciones por su deceso.
Es importante precisar que fue grave el incidente, el desconocimiento y la negativa a seguir protocolos de seguridad es innegable, pero también es necesario reflexionar sobre lo acontecido, más allá de si todo esto es producto solamente de un acto de rebeldía de grupo o de un conspiracionismo más de los que encontramos en las redes y las cadenas que se envían por celular.
¿Por qué de los primeros dos casos no hay imágenes ni señalizaciones de “simios rabiosos”? La respuesta es simple: la pandemia también ha fortalecido los estigmas sociales y racistas contra los sectores que han estado en desventaja históricamente. Quienes sí respetan a Susana Distancia vienen de un contexto diferente, por eso no los entendemos.
La imagen del viernes por la noche es dramática. Una decena de cadáveres en bolsas apiladas en el patio del hospital Las Américas, en Ecatepec, una de las zonas más pobladas del valle de México.
Los familiares se aproximan y las abren en medio de los gritos del resto. Ante la escasa información sobre el estado de sus pacientes, los familiares se desesperan. La situación empeora al enterarse de que su hijo había muerto y que no podrían verlo más. Eso detona la irrupción violenta.
Al día siguiente, las redes se llenaron de comentarios contra la madre de uno de los fallecidos, Doña María Dolores, y el video de su declaración fue acribillado por la opinión pública; puesto como ejemplo de la ignorancia. En él, se ve a la señora decir: «Sabemos que no existe el covid, aquí a mi hijo me lo inyectaron yo creo que pa’ matármelo. Quiero a mi hijo, no lo quiero embolsado, en cenizas, lo quiero completo».
Su indignación resume la del resto de los familiares que entraron por la fuerza al hospital, intimidando al personal médico, rumbo al área de patología, de donde sacaron los cadáveres hasta el patio.
Quienes acusan de ignorancia a Doña Dolores lo hacen sin el mínimo de empatía por alguien que acaba de perder a un hijo, por una madre que, más allá de lo que sus palabras digan, se encuentra en fase de negación. Comenzando apenas su duelo. ¿Vale menos el dolor de esta madre que la que sufre la desaparición de una hija, un hijo, un ejecutado, alguna niña violada o alguien que sucumbe ante el disparo de un arma de fuego a bordo de un colectivo?
Antes de señalar la ignorancia de esta madre y la de sus familiares, caricaturizándolos, hay que tomar en cuenta varias cuestiones.
Ecatepec es un municipio de fragilidad extrema, donde los estallidos son comunes. La demanda de servicios básicos nunca está cubierta y sus redes de abasto sufren interrupciones continuas. Quienes ahí viven comparten un horizonte de pobreza y oportunidades limitadas, escasa oferta educativa, explotación, no sólo laboral, sino política y para colmo, la violencia. Una violencia que acosa a la salida del Metro o en la esquina de uno de sus múltiples desarrollos habitacionales, esos que parecen una acumulación sin fin de cajas de zapatos; una tras otra, sin un árbol, plaza o parque que rompa la monotonía.
Según un informe de localización geoespacial de la pobreza urbana hecho por el Coneval, Ecatepec encabeza la lista de municipios con mayor pobreza urbana. En su territorio habitan 786 mil personas en situación de pobreza. Más duro es el dato de la violencia que arrebata la vida a los jóvenes. Sus mujeres tienen peor suerte.
Las desapariciones y feminicidios son parte de una violencia institucional y un desamparo social que retrata con agudeza Lydiette Carrión en La fosa de agua. Desapariciones y feminicidios en el río de Los Remedios. Pero también es una zona altamente productiva, como lo ilustran sus 140 mercados, 251 tianguis, 26 centros comerciales y 6 estaciones del Metro. Ecatepec existe porque la Ciudad de México lo necesita.
De ahí parten, todas las mañanas, miles de trabajadores de servicios y fábricas de la capital, pasando por las empleadas domésticas. Sin Ecatepec, la Ciudad de México no se entendería, no sería viable. Esa ignorancia es la que padecen también quienes criminalizan a los habitantes de todo un municipio por lo ocurrido el viernes. Sabiendo esto, ¿dónde están realmente “Los Miserables”? ¿Era de esperar un comportamiento distinto ante la muerte de un vecino de esa zona, así su actuar y comportamiento haya sido cuestionable?
Regresando a nuestra obra francesa, Los Miserables es una novela total. Se trata de la sociedad francesa del XIX narrada desde el prisma social, histórico, psicológico y poético. “Un apasionante recorrido por los entresijos de lo humano”, así la describió Mario Vargas Llosa.
Sabiendo lo anterior, la procesión en Tepito que hicieron los fervientes de la Santa Muerte en medio de una pandemia mundial, bien podría estar en un museo como performance. De hecho, fue una declaración de principios más subversiva, estética y poética que lo han sido muchas otras declaraciones artísticas en lo que va del siglo. Nada de respeto a la pandemia, ni a la cuarentena, ni a la salud pública, al bien común ni a su propia vida. Un contexto más cercano al de Ecatepec, en donde la complejidad de situaciones, problemáticas humanas sociales y psicológicas se entrelazan.
El Miserable amigo
Y si de otro ejemplo mexicano de Los Miserables hablamos, no podemos dejar de señalar a Grupo Salinas y a su dueño, Ricardo Salinas Pliego, quien además de ser uno de los empresarios favorecidos de este sexenio – al ser elegido asesor del presidente Andrés Manuel López Obrador – también viola las leyes.
Insatisfecho con tener el negocio de distribución de los programas sociales a través de Banco Azteca, de su intentona para no pagar impuestos y mandar a su vocero principal de noticiarios a atentar contra la salud pública, también obliga a sus empleados a laborar en plena pandemia sin protección alguna. Su grupo de Call Centers – que funcionan bajo las razones sociales de GS Definición, Proyecto Kra y Sysmorld, todas sociedades anónimas y que operan en las calles de Rascarrabias 911 – fueron clausuradas por detectarse contagios de COVID-19 al tener ya dos fallecimientos.
La administración capitalina, al recibir denuncias de los trabajadores, clausuró el inmueble de la colonia Narvarte y, a las pocas horas, con una total impunidad, Grupo Salinas reinició operaciones (con los sellos puestos) y ordenó a su personal entrar por su estacionamiento trasero. Así trasladó a muchos empleados más, a escondidas, hasta su inmueble en Relox 16, en la colonia Chimalistac.
Ya veremos si la Secretaría del Trabajo toma acciones contundentes contra el empresario “amigo”, pues apenas un día antes negó que Elektra incurriera en dichas faltas. No tengamos muy altas expectativas, ya que a pesar de lo que se pregona en esta administración, es evidente que los nexos entre el poder político y el económico siguen más vivos que nunca. Su romance va viento en popa.