¡Buenos días chulaaaas! Se ha convertido en el saludo habitual, somos tres en el grupo de WhatsApp que abrimos hace un par de años y que durante la pandemia se ha convertido en el espacio para el desahogo y la mejor manera de sentirnos cerca.
“Me quedé sin agua”, “Ven a bañarte a la mía”, “Si te queda mejor la mía, te espero temprano mañana”, “¿Qué signo dices que es?”
Nos escribimos y compartimos memes y angustias, buscamos reconfortarnos y ayudarnos en lo que se pueda.
“Lo comparto con mis demás contactos”, “¿Tendrán la tarea de español?”
Compartimos con desconocidos aquello que tenemos en común.
“Me voy a separar”, “Murió mi papá”, “Me pasó algo increíble”, “Creo que ya me enamoré”
Soy de una generación intermedia entre las tías que mandan piolines de Buenos Días y quienes escriben todo con “K” y a mi generación le ha tocado ver cómo se modifican las formas de comunicarnos y relacionarnos a través de los medios digitales.
Fui esa adolescente que pasaba horas hablando por teléfono con los amigos que había visto horas antes en la escuela. Después, fui el dolor de cabeza familiar cuando ocupaba la línea telefónica toda la tarde por estar “en el Messenger”. También coleccioné BB pins al por mayor.
Y ahora, soy esa señora que tiene más chats grupales que individuales y que participa de las dinámicas… casi siempre. También de las que añaden a sus favoritos el 90% de los stickers que comparten los demás. Pero también tengo chats silenciados y muchas veces me cuesta mantener el ritmo de la interacción.
Hace un par de meses me sumé a un entrenamiento físico en línea que como parte del servicio incluye un chat donde se comparte información sobre las rutinas y menús, pero esencialmente los logros y avances de quienes siguen el entrenamiento.
Nunca logro ir al corriente con los mensajes, pero de a poco he ido construyendo las historias personales de las participantes más activas. Por eso me enteré de la enfermedad del padre de una de ellas, después de su muerte y leí al grupo completo volcarse en consuelos y apapachos, en recordatorios de fortaleza, en muestras de apoyo y solidaridad y entonces me dio por pensar en cómo, en medio del aislamiento que muchos seguimos procurando llevar, la tecnología, tan satanizada, ha servido también para construir redes sociales verdaderas, para fortalecer el tejido social, para abrazarnos entre desconocidos.
Este razonamiento no deja fuera el lado opuesto en el que el acceso a la tecnología ha significado la invasión de la privacidad y el espacio personal en muchos aspectos. Como el laboral, por ejemplo.
Pero hoy escribo desde el lugar en el que un chat de whatsapp puede ser lo más parecido al espacio personal que antes de la pandemia muchos nos habíamos procurado, donde podemos compartir ideas, intereses, gustos, memes con albures, stickers indecentes, fotos de los logros de las bendis, recetas de cocina, productos de catálogo, todo aquello que nos interesa, todo aquello que nos conforma, todo aquello que cuando salíamos a la calle podíamos compartir en los territorios que habíamos conquistado.
¿Para cuántos un chat no se ha convertido en el contacto con el mundo real, en la fuente de información más fidedigna, en el territorio de las risas y la distracción, en el espacio para construir una relación, en la oportunidad de un negocio?
Puede que suene idealista, pero creo que tenemos que hablar de cómo se pensaba que la tecnología nos deshumanizaba y nos separaba del mundo real mientras nos enseñaba también a construir nuevas formas de existir y de estar presentes en la virtualidad, apropiándonos de ese espacio, haciéndolo nuestro, extendiéndonos en él.
Nunca me gustaron “las bolitas” ni actuar bajo el designio de los líderes de la manada, solo porque si, pero siempre me ha gustado integrarme y formar parte de los entornos sociales en los que habito, pienso que mañana, daré los buenos días con una imagen de piolín.